Muera Cupido
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Las etiquetas que utilizamos para clasificar los estilos artísticos suelen esconder tras ellas mundos tan ricos y diversos que a veces significan muy poco. Un buen ejemplo de ello es el uso de la palabra “barroca” para la música compuesta en los siglos XVII y XVIII, y el caso español es particularmente revelador.
Fue, paradójicamente, la subida al trono de la familia francesa de los borbones lo que trajo a Madrid, en 1701, el maremoto que anegaba la Europa musical del momento: el estilo italiano. Hasta entonces la música española se regía por tradiciones y reglas propias, con armonías características, una escritura instrumental a veces poco idiomática, una escritura vocal muy silábica, e incluso con una notación especial para sus singulares ritmos entre el binario y el ternario —unos ritmos muy flamencos, diríamos hoy—. Esas características son aún reconocibles en Sosieguen, descansen de Durón y en las danzas coetáneas que nos servirán como interludios instrumentales.
Las cantatas italianas de la Biblioteca Nacional de España (All’assalto de pensieri y Pastorella che tra le selve) nos servirán sin embargo como ejemplos de la introducción de lo que ya entonces llamó North “el fuego y la furia del estilo italiano”. La llegada de los borbones significó también el ascenso de Durón a maestro de capilla (pese a que, curiosamente, Durón acabó sus días en el exilio descubierto como entusiasta austracista), y títulos como arietta ytaliana revelan sus intentos inequívocos por adaptarse a los nuevos tiempos, que le costarían décadas después ser acusado de italianizante por el el padre Feijoo en Música de los templos (Teatro crítico universal, 1726):
Esta es la música de estos tiempos, con que nos han regalado los italianos, por mano de su aficionado el maestro Durón, que fue el que introdujo en la música de España las modas extranjeras. Es verdad que después acá se han apurado tanto estas, que si Durón resucitara, ya no las conociera; pero siempre se le podrá echar a él la culpa de todas estas novedades, por haber sido el primero que les abrió la puerta.
Es probable que Feijoo se llevase las manos a la cabeza al escuchar en los años inmediatos a ese texto las óperas y zarzuelas de José de Nebra, que asumió ya plena y magistralmente el fogoso estilo italiano, con sus recitativos secos llenos de modulaciones atrevidas, sus arias da capo, una escritura instrumental específica, coloraturas exigentes en la escritura vocal… Al combinarlos hábilmente con formas y ritmos entonces populares como el fandango o la seguidilla Nebra condujo una exitosa carrera en el efervescente mundo de la música escénica madrileña de la primera mitad del XVIII, sin renunciar para ello a las cualidades que lo convierten, en opinión de muchos, en el mejor compositor español de su siglo.
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